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    .Sólo los sagrados lucumones lasemplean.Corren tiempos muy malos y vivimos en los días de la loba,pues incluso los extranjeros repiten palabras sagradas, como un cuer-yo que ha aprendido a hablar.Estas desconsideradas palabras no me ofendieron.Lleno de curio-sidad, le pregunté:-¿Quiénes son los lucumones? Te ruego que me lo expliques, paraque no vuelva a utilizar inoportunamente estas sagradas palabras.Él me dirigió una mirada hostil, pero contestó a mi pregunta:-Los lucumones son los sagrados regidores de los etruscos.Aunquenacen muy pocos en nuestros días.No tardamos en encontrarnos en la parte de la ciudad donde se alo-jaban los campesinos y los tratantes de ganado que estaban de paso.Perolos taberneros de brazos velludos que nos mostraban sus tentadores cal-deros, no fueron de nuestro agrado.Además, yo no entendía una pala-bra de lo que decían.Las estrechas callejuelas eran sucias y fangosas yArsinoe dijo que por la cara de las mujeres que allí se veían resultaba muyfácil adivinar a qué se dedicaban.Aquel barrio, que según nos informóel anciano se llamaba la Suburra, estaba maldito y sus únicos habitanteseran gente de mala reputación y aquellos que trabajaban en el circo.El viejo nos indicó el templete que los griegos habían levantado enhonor de Hércules y me preguntó si deseábamos alojamos entre los grie-gos que se habían instalado allí como desterrados para dedicarse a ejer-cer sus diversas profesiones.El templete parecía muy viejo y el augur nosexplicó que, según decían los griegos, Roma había sido fundada por losdescendientes de Eneas, que habían llegado a Italia después de la caídade Troya.-Yo no me lo creo -añadió-.Los griegos son muy parlanchines, siem-pre están contando historias y no tardan en contagiar con sus costum-bres a los pueblos primitivos entre los que se establecen.Sin deseo deofenderte, diría que los griegos y sus costumbres constituyen una enfer-medad contagiosa.-Ni me ofendes ni deseo vivir entre los griegos -repliqué.A continuación el anciano me explicó que en Roma también habíamercaderes y artesanos fenicios, que provenían de los países orientaleso de Cartago.Pero yo tampoco deseaba vivir entre ellos.Por último, nosindicó una vieja higuera, al pie de la cual encalló el cesto de mimbre quetransportaba a los gemelos Rómulo y Remo.Fue allí donde la loba losamamantó hasta que fueron encontrados por unos pastores.-Los nombres de esos gemelos han sido deformados -manifestó elanciano-.Se llamaban Ramon y Remon, que es el nombre que tenían336 337los dos ríos, hasta que el Rainon modificó su curso, enderezándose, yabsorbió al Remon.Ahora los romanos llaman a este río el Tíber por untal Tiburino que se ahogó en sus aguas.Llegamos a una calle embaldosada.El anciano nos explicó que noshallábamos en el barrio etrusco y que aquella calle se llamaba el VicusTuscus, pues los romanos denominaban a los etruscos «tuscos~~.Allí vivianlos más opulentos mercaderes, los artesanos más hábiles y las viejas fami-has etruscas de Roma, que constituían un tercio de las familias noblesde la ciudad.También una tercera parte de los «equites» romanos esta-ba formada por descendientes de antiguos moradores etruscos.El augur se detuvo, miró a su alrededor y dijo:-Mis pies están cansados y tengo la boca seca de tanto hablar.-¿Crees que algún etrusco consentiría en ofrecernos alojamiento aini y a ini familia, a pesar de que soy un extranjero? -pregunté.Sin esperar más, él se puso a golpear con el báculo una puerta poli-cromada.La abrió sin esperar respuesta y nos condujo a un patio rodeadopor un peristilo, en el centro del patio vi un impluvio yjunto al mismo,sobre dos columnas, los dioses lares.A este patio daban diversas estan-cias que se alquilaban a los viajeros, mientras la mansión principal con-tenía diversos triclinios de paredes pintadas con frescos y en los que habíamesas y lechos.El dueño de la posada era un hombre muy reservado,que no acogió al augur con excesivo entusiasmo.Pero después de obser-varnos atentamente aceptó darnos alojamiento y ordenó a sus esclavosque nos preparasen comida.Hanna y Mismé se quedaron en una delas estancias del atrio para vigilar nuestro equipaje, en tanto que Arsinoe,el anciano y yo pasamos al triclinio.El triclinio contenía dos lechos y el augur me explicó:-Los etruscos permiten que las mujeres coman en la misma estan-cia que los hombres, tendidas sobre un lecho.Si lo desean, incluso pue-den compartir este lecho con su marido.Los griegos sólo permiten quelas mujeres se sienten en el tm-iclinio, mientras que los romanos conside-ran una indecencia que las mujeres coman en compañía de los hombres.Se apoyó en la pared y se dispuso a esperar humildemente que learrojásemos las sobras de nuestra cena.Pero yo le pedí que compartie-se la comida con nosotros y ordené a los esclavos que trajesen otro lecho.Al instante él fue a lavarse y el dueño de la posada trajo una tela limpiapara proteger los cojines dobles del lecho.Mientras comíamos los ali-mentos sabiamente aderezados y bebíamos el áspero vino, el rostro delanciano empezó a iluminarse, las arrugas de sus mejillas se borraron ysus manos dejaron de temblar.Finalmente se recostó en el lecho y levantó un vaso de vino en lamano izquierda y una granada en la derecha, mientras el báculo per-manecía a su lado, sobre el lecho.Me dominó la extraña sensación dehaber vivido otra vez aquel momento en una ciudad desconocida y unaestancia extraña, bajo un techo decorado con vigas pintadas.Al cabo de un rato, y ya bajo los efectos del vino, declaré:-Anciano, quienquiera que seas, me he dado cuenta de las mira-das que intercambiabas con el posadero.No estoy familiarizado con vues-tras costumbres, pero me pregunto por qué me habéis servido en vajillanegra mnien tras que a mi esposa le habéis dado una fuente de plata y unkilix corintio.-Poco importa que no comprendas la razón de ello -respondió elanciano-, pero no lo tomes como una falta de respeto.Se trata de tinacerámica mnuy antigua.Entonces el posadero se apresuró a ofrecerme un hermoso kihix deplata con asa para sustituir la copa de arcilla negra.Pero yo no lo acep-té y continué bebiendo de la misma copa pues su forma se adaptabade manera extrañamente familiar a la palma de mi mano.-Seguramente te equivocas -dije-.No soy un hombre santo.¿Porqué, pues, me ofreces para beber la copa con que se hacen las sagradaslibaciones a los dioses?El augur me arrojó entonces la granada y yo la tomé al vuelo en lacopa de arcilla, sin siquiera tocarla.La túnica me había resbalado de loshombros y estaba desnudo de medio cuerpo para arriba.Me reclinésobre el lecho, apoyándomne sobre un codo y sosteniendo la copa de arci-lía negra con la mano izquierda.La granada seguía en la copa.Al ver-la, el posadero se acercó a ini y colocó unas guirnaldas de flores otoña-les alrededor de mi cuello.El augur se pasó la mano por la frente y dijo:-Un halo de fuego rodea tu cabeza, extranjero.-¿Acaso es propio de tu profesión ver aquello que no existe? -excla-mé con tono airado-.Sin embargo, te perdono, ya que soy yo quienllena tu copa de ~rino.¿No ves fuego también alrededor de la cabezade mi esposa?El anciano observó atentamente a Arsinoe y luego negó con la cabeza.-No, no veo fuego alrededor de su cabeza; sólo la luz del crepúscu-lo [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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